Vamos de camino a casa de mis
abuelos, casa que en su momento perteneció a mis bisabuelos. Aquí, en el
pueblo, la mayoría de las familias compartieron techo con las generaciones
posteriores y con ésta, la de mi familia, ha ocurrido lo mismo.
Mis bisabuelos consiguieron, no
sin esfuerzo, comprar el terreno donde ahora se asienta. Según me ha contado mi
abuela, no llegó a costar más de 3.000 pesetas de las de antes. Puede parecer
poco, pero por entonces, allá por 1930 era una suma más que considerable y, más
aún, para una pareja de campesinos. Conforme mi bisabuelo conseguía reunir el
dinero proveniente de la cosecha de remolacha o de tabaco, daba un empujoncito
a la construcción. El proceso fue lento. Primero llegó el esqueleto de la casa,
luego el tejado, seguido de las paredes. Finalmente llegó el suelo, esas
coloridas baldosas con dibujos que hoy en día son consideradas una joya
centenaria del más puro estilo vintage
y que mis antepasados lograron poner gracias al préstamo que los hermanos de mi
bisabuelo le hicieron y que, religiosamente, él devolvió, peseta a peseta.
Hoy la casa consta de más
dependencias que antaño. La parte principal de la casa la forman tres pequeñas
y acogedoras dependencias, dos de ellas separadas por un pasillo. A un lado de éste
está la habitación que un día fue el dormitorio de mis bisabuelos y que más
tarde pasó a ser de mis abuelos. Al otro lado, la sala de estar, que hacía las
veces de salón y de cocina, gracias a la chimenea situada en la pared del fondo.
A ambos lados de la chimenea –desde hace más de 40 años inutilizada- encontramos
dos puertas, desde las cuales se accede a dos humildes dormitorios.
La cocina y el baño se
construyeron más tarde, como cuartos independientes a los que se accede
saliendo de la estancia principal, recorriendo un pequeño tramo del patio.
Ambos tardaron en llegar. Primero vino el baño, ya cuando mi padre y mi tío
eran adolescentes. La cocina la hicieron unos meses después.
El patio es grande, casi tanto o
más que la casa en sí. Es el lugar preferido por todos y supongo que en el
pasado también lo fue. Da igual que sea verano o invierno, que llueva o haga
sol, porque el patio es el mejor lugar para disfrutar en familia. Tengo miles
de recuerdos asociados a este lugar: la gran higuera donde mi abuelo
construyó para nosotros –los tres
nietos- un columpio –con cuerdas y una tabla de madera-; la pequeña –para
nosotros inmensa- piscina de plástico que mi padre colocaba cada verano; las
meriendas en familia bajo la parra –a veces acompañadas del drama provocado por
la picadura de alguna avispa-; el ritual del
almuerzo de los domingos con el asado de pollo de la abuela y el delicioso y
ansiado postre; las gotas de lluvia golpeando los calderos estratégicamente
distribuidos por el patio mientras nos resguardábamos bajo el techo de secadero
de tabaco; el colorido y perfumado murete plagado de macetas que mi abuela
siempre ha cuidado con ese don suyo para las plantas; y cómo no, los
merecidamente penalizados paseítos que, mi hermano y yo, hacíamos entre las
matas de tabaco que abarrotaban el secadero y que colgaban desde los palos del
tejado hasta prácticamente el suelo.
Todos, en mayor o menor medida,
hemos dejado un trocito de nuestra vida en esta casa. La hemos llenado con
nuestros cuerpos y la hemos impregnado de conversaciones y risas. Le hemos dado
alma y hoy se la vamos a arrebatar para siempre.
Me siento triste y, especialmente,
furiosa. Mi padre y mi tío -con el visto bueno de mi abuela- han decidido
deshacerse de ella, venderla a unos extraños que construirán en éste, su suelo,
un edificio, uno sin alma. Mi hermano no deja de repetirme la maldita frase: no estás siendo razonable… No estoy
siendo razonable, ¡no me da la gana serlo! Puedo entender que dada la situación
económica que está atravesando la familia –mi tío parado desde hace más de un
año y mi padre con su sueldo reducido en un treinta por ciento-, se tengan que
tomar decisiones complicadas, pero no quiere decir que me tenga que resignar a
la idea de perderla y aceptar, de buena gana, que dejemos ir una parte de
nuestras vidas con ella.
Mis argumentos no han logrado
convencer a nadie, ni tan siquiera a mi abuela. Ella, a pesar de suspirar a
diario ay, mi casilla… No me hace ni
caso cuando le digo, una y otra vez, que no permita que lo hagan, que se
niegue. Y ella, con su santa e infinita paciencia, me repite que si tiene que
venderla para que sus hijos y sus nietos no pasen penurias, lo hace. Según
dice, ninguno de nosotros sabemos lo que es pasar hambre -como ella cuando estalló
la guerra y en los años posteriores a ésta- y, que si lo supiera, entendería su
decisión.
Así que aquí estamos, en la casa
familiar, para coger uno a uno los muebles, cuadros, fotografías, macetas y recuerdos
y llevárnoslos de aquí con toda nuestra pena.
Ya llevamos cuatro horas sacando
cosas y cargándolas en la furgoneta. Parece mentira la cantidad de cosas que
llegamos a acumular con el tiempo… Ya
solo nos queda la estructura de la cama que un día fue de mi padre. Mi tía
abuela –siempre repetitiva- cuenta una anécdota sobre esta cama y el dormitorio
de mi padre. La historia no es otra que el nacimiento del mi tío Pepe Luis. Mi
abuela se puso de parto y para tal acontecimiento lo dispusieron todo en la
habitación donde dormía mi padre –que por entonces tenía 5 años-. Al parecer,
lo divertido de aquel día fue el momento en que, angustiado, mi pequeño padre
preguntaba a mi abuelo dónde iba a dormir aquella noche, estando su cama tan
sucia de toda la porquería que había
traído su hermano. Según cuenta la tía Luisa, las risotadas de mi abuelo se
escuchaban en todo el vecindario, mientras mi padre seguía desconcertado,
preocupado porque seguía sin saber donde iba a dormir y además no entendía el
motivo de las risotadas de su padre.
Mi papá se acaba de marchar de
su habitación llevándose con él el último recuerdo de su vida aquí, las patas
de su cama, ya desmembrada. Ha intentado disimular –como es habitual en él-
fingiendo que algo se le ha metido en el ojo. Captado, señor acero, no he visto
nada…
Camino por la estancia, por
última vez. Es tan luminosa… y ahora me parece mucho más grande. Algo acaba de
crujir bajo mis pies. Parece una baldosa suelta. Echo la vista al suelo, me
agacho y en cuclillas alcanzo a tocar con mi mano ese cuadrado de colores. Sí,
efectivamente, es una baldosa suelta. Justo bajo el lugar que ocupaba la cama,
por eso habrá pasado inadvertida todo este tiempo. Consigo sacarla
completamente de su sitio y, para mi sorpresa, hay un hueco en el suelo. Es un
agujero no muy profundo. Parece que hay algo que está cubierto por un puñadito
de tierra de maceta. Qué raro… Aparto la tierra con los dedos. Esto es… una
lata. Es de color marrón clarita, con un estampado en tonos marrones en los
laterales y en letras dice: “Pastillas de café y leche. Solano. Casa fundada en
1850. Logroño. España”.
Me siento en el suelo. Ahora soy
como un niño el día de reyes o como el explorador que acaba de hallar un
tesoro. La curiosidad es más fuerte que mi conciencia y me siento tentada a
abrirla. Pero… tal vez debería esperar y preguntar a mi abuela si es suya.
Porque si es de ella, no debería abrirla… sería como cometer un delito contra
el derecho a la intimidad, ¿no?... Bueno, ¡hablar de delito es exagerar! Es una
acción sin maldad alguna, ¡no hay nada oculto o perverso en el hecho de abrir
una lata que encuentras!... ay, no sé qué hacer… ¿la abro o no la abro?
Ya está. Lo he hecho. Ya no hay
marcha atrás.
Dentro hay lo que parecen sobres amarillentos muy bien envueltos
en plástico transparente. Y ahora qué…¿quito el plástico o vuelvo a cerrar la
lata y hago como si no la hubiera abierto?...
¡A la mierda! Ya que he llegado
hasta aquí, tengo que seguir. Mi hermano siempre me reprocha que deje las cosas
a medio hacer, que nunca termine nada de lo que empiezo. Que se fastidie, ¡no
lleva razón!
Deslío el plástico, con mucho
cuidado para evitar espurrear los sobres por el suelo. Meto el plástico en la
lata de cualquier manera. Me concentro en ojear esos viejos sobres, porque es
evidente que lo son. Los cuento. En total hay dieciséis, todos abiertos y con
papeles dentro. Doy la vuelta al montoncito de sobres y observo con
detenimiento los anversos. Son sobres de correspondencia. En la esquina
superior puedo ver escrito el nombre y los apellidos de mi abuela, en todos y
cada uno de ellos. La caligrafía es suya, de eso no me cabe la menor duda. En
la parte central de los sobres hay un nombre y dirección postal escrita. Me
llama la atención la provincia: Toledo.
¿Toledo?... hasta dónde yo sé mi abuela no conoce a nadie de allí y con toda
seguridad puedo decir que no ha visitado la ciudad. Siempre que mi primo se
queja de que no puede permitirse viajar a éste o aquel sitio mi abuela siempre
le protesta diciéndole que lo más lejos que ella ha ido es a Murcia y no le ha
pasado nada y ahí se acaba la discusión.
Escucho a mi padre y a mi tío
hablar. Sé que vienen hacia aquí porque cada vez los oigo más cerca. No
dispongo de mucho tiempo. Tengo que esconder estas cartas antes de que las
descubran, ya las leeré cuando esté a solas. Las meto en mi bolso, junto con la
lata. ¡La baldosa!... La coloco rápidamente en su sitio.
Ya están aquí. ¡Uf!, qué poco ha
faltado…