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23 de julio de 2014

CORRER

Aún no ha salido el sol pero la tenue claridad del cielo anuncia que pronto lo hará. Corro descalza entre maizales, apartando las grandes y afiladas hojas con los brazos. Nadie me persigue pero estoy corriendo, corriendo sin parar.

Atravieso caminos de tierra y campos enteros. Trigales. Alamedas. Cultivos de girasoles. Matas de tabaco.

Algo se clava en mi pie izquierdo pero continúo incesante mi marcha. 

No existe lugar hacia el cual me dirija. No importa mi punto de partida ni el motivo por el que comencé a correr. Nada importa. Tan solo quiero correr, correr, correr, correr...

El sol se alza por encima de los árboles mostrando altivo su resplandeciente redondez. Clavo mi mirada en él. Escucho mi irregular respiración y el sonido que producen mis zancadas al pisar la hierba, la tierra y de nuevo la hierba. El brillo del sol me ciega. Cierro los ojos y continúa estando ahí, ha decidido alojarse en mis párpados. Ahora él me indicará el camino. Aprieto el paso.

Mis músculos están doloridos, mis pies sangran, los cortes de los brazos y las piernas escuecen, noto que algo me oprime el pecho y el aire no parece encontrar el camino hacia mis pulmones. Ya estoy cerca, muy cerca. Ya casi he llegado y ahora empiezo a sentirme más viva que nunca.

22 de julio de 2014

CICATRICES

Si vamos a hablar de cicatrices, hablemos de ellas.

En teoría una cicatriz es la restitución del espacio dejado por una herida con un tejido de diferente textura, produciendo una alteración permanente de la piel como consecuencia del daño y reparación de ésta.

En la práctica, mis cicatrices son algo más que piel nueva. Puedo apreciar su apariencia ligeramente distinta a simple vista. Con las yemas de mis dedos puedo notar su suave relieve.

Tengo miedo a que sean descubiertas, porque me temo que nadie, excepto yo misma, podría soportar su existencia y esa es la razón por la que las mantengo escondidas. De momento son mías y solo mías y no permito que nadie más las posea. Tan solo mis manos aceptan su tacto. Solo mis ojos toleran su escrutinio.

Trabajosamente he aprendido a convivir con ellas. Mi tolerancia ha ido aumentando con el tiempo, hasta el punto de olvidarme de su existencia, por momentos.

Mis cicatrices son, inevitablemente, parte de mí. Ahora lo sé. Soy consciente de que permanecerán conmigo, ancladas a mi piel, por siempre. Mis fieles y eternas compañeras y mi permanente tortura. Me atormentan cuando paso desnuda frente al espejo. Asaltan mis pensamientos cuando menos lo espero, alimentando así mi maldita inseguridad.

Debo confesarte que estoy en guerra con ellas. La nuestra es una batalla muda, ¡pero duele a gritos!... Intentan convencerme de que lo mejor será que me aleje de ti antes de que profundices más en mí, evitándote así la decepción que te provocaremos. Me repiten una y otra vez que ocultarlas y apartarme de ti será lo mejor y tal vez lleven razón... pero lo cierto es que contigo me siento especialmente camicace.  De modo que éste es un fugaz acto de valentía. 

Estoy permitiendo que te adentres allí dónde a nadie más le permito. Quiero que conozcas mis partes imperfectas y las inseguridades y miedos que las acompañan. Necesito que sepas de mis cicatrices, porque ellas me definen tal y como soy. 

Lo duro de tener estas marcas en la piel no es haber sufrido la herida que las originó. El dolor se desvanece. Lo difícil tampoco es convivir con ellas, porque con el tiempo aprendes a sobrellevar su presencia y peculiar apariencia. Lo realmente doloroso es hacer saber que las tienes, hablar de ellas, porque en ese instante se hacen irremediablemente visibles. Así que supongo que ya no necesito desprenderme de la ropa hasta quedarme desnuda, desde este instante, con cada una de mis palabras, mi piel está quedando al descubierto para ti.

Soy consciente de que esta revelación es un arma de doble filo, en la que solo caben dos desenlaces y, ahora mismo, el temor a que se produzca el final no deseado se está apoderando de mí. Tengo miedo... y mi fata de confianza me aconseja que me aleje de ti para evitar la posible negativa. Así que voy a comenzar a dar pasos que partirán de ti hacia ningún lugar. Pasos que serán lo suficientemente veloces como para que me eviten percibir tu posible rechazo y al mismo tiempo lo suficientemente lentos como para que te permitan alcanzarme, en caso de que decidas aceptarnos, a mis cicatrices y a mí.

Si vamos a hablar de cicatrices, hablemos de ellas. Si vamos a hablar de cicatrices, hablemos de miedos. Si vamos a hablar de miedos, hablemos de nosotros.

24 de mayo de 2014

SOÑAR

La luz de la mañana se cuela por los huecos de la persiana. Tenues puntos de luz se reflejan en las paredes y el techo, en la ropa que cobija nuestros cuerpos y sobre nuestras caras desnudas. El golpeteo de las gotas de lluvia en la barandilla de la terraza es un recordatorio de la noche de tormenta ya pasada.

Es de día aunque desconozco la hora exacta. Pero eso no importa, porque hoy es uno de esos días donde no existe el tiempo, donde no hay prisas ni horarios establecidos. Simplemente existe el ahora y el contigo.

Puedo notar el calor que proviene de tu cuerpo, que con un sigiloso movimiento has acoplado estratégicamente al mío. Tumbados. Tu respiración calmada susurrándome en el cuello. Escuchando la lluvia caer. Aun con los ojos cerrados puedo adivinar tu cara mientras duermes y los párpados que cómplicemente esconden los misterios de tus ojos verdes. 

Ya no estás dormido, me lo ha anunciado tu aliento con su cambio de ritmo. Tu mano se abre camino entre la ropa de cama, eleva la sábana que cubría mi cintura y se coloca allí donde ésta estaba, relevándola de su posición, reprendiéndolas por ocupar el lugar que por derecho le corresponde a ella, a tu mano. Tus manos. Solo tus manos.

El insistente sonido de la alarma me trae de vuelta a la realidad. La luz entra, tamizada, a través de la persiana. La lluvia golpea con suavidad la barandilla. Pero tu cuerpo no está junto al mío. Tampoco siento tu respiración. Ni tu mano me acaricia. Solo somos el anhelo y yo.

Mañana te veré y mientras me hablas me permitiré el lujo de soñar despierta. Me fijaré en tus manos y las grabaré en mi mente, que sabiamente sabrá usar su imagen para situarlas en el lugar donde deberían estar, allí donde pertenecen. Mi cintura. Mi piel.


31 de marzo de 2014

ESTE VIENTO

Soy una hoja mecida por el viento fresco del otoño. Pendo de un hilo, una sola fibra me mantiene sujeta al árbol. Soy consciente de que en cualquier momento puedo desprenderme y dejarme llevar por ese maravilloso vaivén, bailando al compás de su dulce y cálida melodía.

Soy tan volátil... ¡y al mismo tiempo tan feliz!

Murmuran acerca de los orígenes de este viento. Cuentan que ha visto y vivido aquello que, por mi escasa experiencia, desconozco y trae consigo elementos de los lugares por donde pasó. Pero todo eso no me importa. A mí me gusta este viento tal y como es, con todo lo que lo conforma y lo que lleva consigo. Lo recibo tal cual es, por completo.

Mi viento me balancea y me lleva de aquí para allá, me silba, me susurra y me roza con sus suaves y airosas caricias. No tengo miedo de desprenderme de la rama que me sujeta y dejarme llevar allí donde él quiera, perdiéndome en esa danza sin fin.

Mientras el resto de hojas permanecen impasibles, yo vibro alegremente, noto sus más poderosas ventiscas centradas en mí. Percibo su frescura y me recreo en la manera que me hace sentir.





8 de marzo de 2014

LA DAMA OSCURA

El día que menos te lo espera la vida te da una bofetada. No sabes de dónde ha venido ni por qué te ha tocado a ti, pero ahí la tienes y, a partir de ese momento, todo cambia. La mía llegó un día caluroso de julio de la mano de un hombre ataviado con una bata blanca. De su largo discurso tan solo recuerdo una palabra: cáncer.

De aquello hace ya algún tiempo. Este es mi quinto mes en el hospital.

Aquí, el silencio de las noches es ensordecedor. En ocasiones escucho a la dama oscura, sutil y elegante, acercándose con paso sigiloso a otros enfermos. Me parece oír la respiración entrecortada de la despedida y el crujir de los cuerpos cuando los carga a sus espaldas. Con los ojos cerrados creo advertir su figura, parada frente a la puerta de mi habitación y entonces... contengo el aliento, como hacía de pequeña al jugar al escondite. Aprieto los ojos con fuerza y me refugio bajo la mágica protección de la sábana, esa que tantas veces me ha librado de todo tipo de monstruos. Esos segundos se me hacen eternos. Ella permanece inmóvil, recreándose en mi congoja. Hasta que, trabajosamente, arranca camino a su morada, llevándose consigo los pedazos de vida arrebatados. Así hasta su siguiente jornada de trabajo que, desgraciadamente, no se hace esperar mucho en este lugar.

De momento ella se mantienen al otro lado de mi puerta y espero que continúe respetando ese límite, absteniéndose de cruzar el umbral que nos separa.

25 de febrero de 2014

2,3 GRAMOS

Ayer me desprendí del último recuerdo material que conservaba, el ancla que me amarraba a los recuerdos de una vida pasada. A pesar de su insignificante peso se estaba convirtiendo en una carga difícil de soportar.

Dos círculos dorados con un mensaje grabado en ellos. Palabras cargadas de sentimientos, aquellas palabras que tanto significaron y que hoy no son otra cosa que vacío.

Ayer todo volvió a sus orígenes. Una marca en el dedo ya casi imperceptible, un lado de la cama vacío, un solitario cepillo de dientes en el tarro del baño, medio armario ocupado y medio libre...  dos coma tres gramos. Oro fundido. Nada.

13 de febrero de 2014

LOS SECRETOS DEL CAFÉ


Vamos de camino a casa de mis abuelos, casa que en su momento perteneció a mis bisabuelos. Aquí, en el pueblo, la mayoría de las familias compartieron techo con las generaciones posteriores y con ésta, la de mi familia, ha ocurrido lo mismo.

Mis bisabuelos consiguieron, no sin esfuerzo, comprar el terreno donde ahora se asienta. Según me ha contado mi abuela, no llegó a costar más de 3.000 pesetas de las de antes. Puede parecer poco, pero por entonces, allá por 1930 era una suma más que considerable y, más aún, para una pareja de campesinos. Conforme mi bisabuelo conseguía reunir el dinero proveniente de la cosecha de remolacha o de tabaco, daba un empujoncito a la construcción. El proceso fue lento. Primero llegó el esqueleto de la casa, luego el tejado, seguido de las paredes. Finalmente llegó el suelo, esas coloridas baldosas con dibujos que hoy en día son consideradas una joya centenaria del más puro estilo vintage y que mis antepasados lograron poner gracias al préstamo que los hermanos de mi bisabuelo le hicieron y que, religiosamente, él devolvió, peseta a peseta.

Hoy la casa consta de más dependencias que antaño. La parte principal de la casa la forman tres pequeñas y acogedoras dependencias, dos de ellas separadas por un pasillo. A un lado de éste está la habitación que un día fue el dormitorio de mis bisabuelos y que más tarde pasó a ser de mis abuelos. Al otro lado, la sala de estar, que hacía las veces de salón y de cocina, gracias a la chimenea situada en la pared del fondo. A ambos lados de la chimenea –desde hace más de 40 años inutilizada- encontramos dos puertas, desde las cuales se accede a dos humildes dormitorios.

La cocina y el baño se construyeron más tarde, como cuartos independientes a los que se accede saliendo de la estancia principal, recorriendo un pequeño tramo del patio. Ambos tardaron en llegar. Primero vino el baño, ya cuando mi padre y mi tío eran adolescentes. La cocina la hicieron unos meses después.

El patio es grande, casi tanto o más que la casa en sí. Es el lugar preferido por todos y supongo que en el pasado también lo fue. Da igual que sea verano o invierno, que llueva o haga sol, porque el patio es el mejor lugar para disfrutar en familia. Tengo miles de recuerdos asociados a este lugar: la gran higuera donde mi abuelo construyó  para nosotros –los tres nietos- un columpio –con cuerdas y una tabla de madera-; la pequeña –para nosotros inmensa- piscina de plástico que mi padre colocaba cada verano; las meriendas en familia bajo la parra –a veces acompañadas del drama provocado por la picadura de alguna avispa-; el ritual del almuerzo de los domingos con el asado de pollo de la abuela y el delicioso y ansiado postre; las gotas de lluvia golpeando los calderos estratégicamente distribuidos por el patio mientras nos resguardábamos bajo el techo de secadero de tabaco; el colorido y perfumado murete plagado de macetas que mi abuela siempre ha cuidado con ese don suyo para las plantas; y cómo no, los merecidamente penalizados paseítos que, mi hermano y yo, hacíamos entre las matas de tabaco que abarrotaban el secadero y que colgaban desde los palos del tejado hasta prácticamente el suelo.

Todos, en mayor o menor medida, hemos dejado un trocito de nuestra vida en esta casa. La hemos llenado con nuestros cuerpos y la hemos impregnado de conversaciones y risas. Le hemos dado alma y hoy se la vamos a arrebatar para siempre.

Me siento triste y, especialmente, furiosa. Mi padre y mi tío -con el visto bueno de mi abuela- han decidido deshacerse de ella, venderla a unos extraños que construirán en éste, su suelo, un edificio, uno sin alma. Mi hermano no deja de repetirme la maldita frase: no estás siendo razonable… No estoy siendo razonable, ¡no me da la gana serlo! Puedo entender que dada la situación económica que está atravesando la familia –mi tío parado desde hace más de un año y mi padre con su sueldo reducido en un treinta por ciento-, se tengan que tomar decisiones complicadas, pero no quiere decir que me tenga que resignar a la idea de perderla y aceptar, de buena gana, que dejemos ir una parte de nuestras vidas con ella.

Mis argumentos no han logrado convencer a nadie, ni tan siquiera a mi abuela. Ella, a pesar de suspirar a diario ay, mi casilla… No me hace ni caso cuando le digo, una y otra vez, que no permita que lo hagan, que se niegue. Y ella, con su santa e infinita paciencia, me repite que si tiene que venderla para que sus hijos y sus nietos no pasen penurias, lo hace. Según dice, ninguno de nosotros sabemos lo que es pasar hambre -como ella cuando estalló la guerra y en los años posteriores a ésta- y, que si lo supiera, entendería su decisión.

Así que aquí estamos, en la casa familiar, para coger uno a uno los muebles, cuadros, fotografías, macetas y recuerdos y llevárnoslos de aquí con toda nuestra pena.

Ya llevamos cuatro horas sacando cosas y cargándolas en la furgoneta. Parece mentira la cantidad de cosas que llegamos a acumular con el tiempo…  Ya solo nos queda la estructura de la cama que un día fue de mi padre. Mi tía abuela –siempre repetitiva- cuenta una anécdota sobre esta cama y el dormitorio de mi padre. La historia no es otra que el nacimiento del mi tío Pepe Luis. Mi abuela se puso de parto y para tal acontecimiento lo dispusieron todo en la habitación donde dormía mi padre –que por entonces tenía 5 años-. Al parecer, lo divertido de aquel día fue el momento en que, angustiado, mi pequeño padre preguntaba a mi abuelo dónde iba a dormir aquella noche, estando su cama tan sucia de toda la porquería que había traído su hermano. Según cuenta la tía Luisa, las risotadas de mi abuelo se escuchaban en todo el vecindario, mientras mi padre seguía desconcertado, preocupado porque seguía sin saber donde iba a dormir y además no entendía el motivo de las risotadas de su padre.

Mi papá se acaba de marchar de su habitación llevándose con él el último recuerdo de su vida aquí, las patas de su cama, ya desmembrada. Ha intentado disimular –como es habitual en él- fingiendo que algo se le ha metido en el ojo. Captado, señor acero, no he visto nada…

Camino por la estancia, por última vez. Es tan luminosa… y ahora me parece mucho más grande. Algo acaba de crujir bajo mis pies. Parece una baldosa suelta. Echo la vista al suelo, me agacho y en cuclillas alcanzo a tocar con mi mano ese cuadrado de colores. Sí, efectivamente, es una baldosa suelta. Justo bajo el lugar que ocupaba la cama, por eso habrá pasado inadvertida todo este tiempo. Consigo sacarla completamente de su sitio y, para mi sorpresa, hay un hueco en el suelo. Es un agujero no muy profundo. Parece que hay algo que está cubierto por un puñadito de tierra de maceta. Qué raro… Aparto la tierra con los dedos. Esto es… una lata. Es de color marrón clarita, con un estampado en tonos marrones en los laterales y en letras dice: “Pastillas de café y leche. Solano. Casa fundada en 1850. Logroño. España”.

Me siento en el suelo. Ahora soy como un niño el día de reyes o como el explorador que acaba de hallar un tesoro. La curiosidad es más fuerte que mi conciencia y me siento tentada a abrirla. Pero… tal vez debería esperar y preguntar a mi abuela si es suya. Porque si es de ella, no debería abrirla… sería como cometer un delito contra el derecho a la intimidad, ¿no?... Bueno, ¡hablar de delito es exagerar! Es una acción sin maldad alguna, ¡no hay nada oculto o perverso en el hecho de abrir una lata que encuentras!... ay, no sé qué hacer… ¿la abro o no la abro?

Ya está. Lo he hecho. Ya no hay marcha atrás.

Dentro hay lo que parecen sobres amarillentos muy bien envueltos en plástico transparente. Y ahora qué…¿quito el plástico o vuelvo a cerrar la lata y hago como si no la hubiera abierto?...

¡A la mierda! Ya que he llegado hasta aquí, tengo que seguir. Mi hermano siempre me reprocha que deje las cosas a medio hacer, que nunca termine nada de lo que empiezo. Que se fastidie, ¡no lleva razón!

Deslío el plástico, con mucho cuidado para evitar espurrear los sobres por el suelo. Meto el plástico en la lata de cualquier manera. Me concentro en ojear esos viejos sobres, porque es evidente que lo son. Los cuento. En total hay dieciséis, todos abiertos y con papeles dentro. Doy la vuelta al montoncito de sobres y observo con detenimiento los anversos. Son sobres de correspondencia. En la esquina superior puedo ver escrito el nombre y los apellidos de mi abuela, en todos y cada uno de ellos. La caligrafía es suya, de eso no me cabe la menor duda. En la parte central de los sobres hay un nombre y dirección postal escrita. Me llama la atención la provincia: Toledo. ¿Toledo?... hasta dónde yo sé mi abuela no conoce a nadie de allí y con toda seguridad puedo decir que no ha visitado la ciudad. Siempre que mi primo se queja de que no puede permitirse viajar a éste o aquel sitio mi abuela siempre le protesta diciéndole que lo más lejos que ella ha ido es a Murcia y no le ha pasado nada y ahí se acaba la discusión.

Escucho a mi padre y a mi tío hablar. Sé que vienen hacia aquí porque cada vez los oigo más cerca. No dispongo de mucho tiempo. Tengo que esconder estas cartas antes de que las descubran, ya las leeré cuando esté a solas. Las meto en mi bolso, junto con la lata. ¡La baldosa!... La coloco rápidamente en su sitio.

Ya están aquí. ¡Uf!, qué poco ha faltado…